Por Roberto Lix Klett
Abogado

Con motivo del viaje a Europa que planificamos con mi mujer, en el año 1986, monseñor Bozzoli nos dio una carta para el secretario privado del Papa Juan Pablo II, el cardenal Stanisław Dziwisz, en la cual le solicitaba  que nos invitaran a la misa que celebraba Su Santidad diariamente en su capilla privada.
Esta carta se la entregamos al actual cardenal Sandri con el padre Jorge Gandur, que se encontraba estudiando en Roma. Monseñor Sandri nos preguntó cuánto tiempo nos quedaríamos en Roma, ya que el trámite llevaba unos días. Le dijimos que estaríamos una semana, de manera que saldríamos de Roma el lunes siguiente. El miércoles conseguimos una ubicación preferencial en la audiencia semanal del Papa en la plaza de San Pedro. El domingo siguiente fuimos a buscarlo al padre Jorge Gandur para almorzar, cuando un seminarista de La Plata le dijo que lo buscaban del Vaticano urgente.
Salimos en busca de Sandri y este le dijo que el Santo Padre nos esperaba a las seis y media de la mañana en los palacios apostólicos. Esa noche no pudimos dormir de la emoción y del miedo a dormirnos. Ingresamos por la puerta de bronce, a la derecha de las columnatas de Bernini. Lo primero que nos sorprendió fue que solamente nos pidieran nuestros nombres y de inmediato la guardia Suiza nos dejó pasar. Subimos unas escaleras enormes que dan al patio de San Damaso, lo cruzamos y tomamos un ascensor que nos llevó al departamento del Santo Padre. Al tocar la puerta nos abrió monseñor Stanislaw Dziwisz, que nos hizo dejar los abrigos en una silla. Allí ingresamos a la biblioteca, un gran salón donde el Papa recibe sus audiencias. El secretario de Su Santidad nos pidió absoluto silencio y cruzando la biblioteca nos hizo pasar a un pasillo donde a la derecha se encontraba el escritorio del Papa y al frente, a la izquierda, la capilla con el Sagrario al fondo detrás del altar. No podíamos creerlo, el Papa de rodillas hacía su oración de la mañana, la cual compartimos durante unos 15 minutos. El Vicario de Cristo en la tierra al lado de nosotros, unos dos metros de distancia, en coloquio con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Con nosotros entraron dos laicos, un polaco y un alemán y unos veinte sacerdotes y monjas de todo el mundo. Las sillas no alcanzaban más que para los laicos y monjas, los sacerdotes concelebrarían con el Santo Padre y los dos secretarios privados de Su Santidad. Nos pellizcábamos mientras contemplábamos rezar al Papa. En momentos levantaba la voz en su coloquio con el Señor.
A las siete en punto sonaron las campañas de San Pedro. Se levantó y lo ayudaron a revestirse para la celebración de la Santa Misa. Nos dimos cuenta de que mientras trabajaba lo tenía al Señor al frente de su escritorio y que pasaría largo tiempo en oración, ya que convertiría el trabajo en oración, santificando todos los momentos de su día. Celebró la misa con gran devoción, pausadamente, metiéndonos a todos los presentes en el gran misterio de la Cruz. Estábamos visiblemente emocionados.
En el momento de la comunión, él personalmente la dio a todos los presentes, laicos y monjas. No lo delegó a ninguno de los sacerdotes concelebrantes ni a sus secretarios. Terminada la Misa y luego de un rato de acción de gracias, Dziwisz nos invito con ademanes a que saliéramos de la capilla para que en silencio fuéramos a la biblioteca. Allí nos ubicó alrededor de la gran mesa, dejándonos al final a los laicos. Al cabo de diez minutos se sintió que con fuerza se abría la puerta que daba al pasillo y con gran potencia de voz se sintió un ¡Alabado sea Jesucristo! Era el Papa que entraba para saludar a cada uno de los invitados.
Nosotros nos arrodillamos y le besamos el añillo. Inmediatamente le mostramos una foto de la familia, la bendijo y nos dijo: “siete filios”; le contesté que Cristina esperaba el octavo y le mostré su panza de seis meses y pico. Me pasó los brazos por los hombros y me dijo sonriendo: “se nota”. Se fue al escritorio y nos trajo siete rosarios, uno para cada uno de los hijos. Luego con cara de picardía nos dijo que esperáramos y se fue de nuevo al escritorio y nos trajo un chocolate, que le había regalado el laico alemán, y levantándolo y mostrándolo a todos dijo, con fuerte voz: “para los filios”. Al llegar y entregarle a Cristina el chocolate le dijo que la bendecía en la frente aún cuando ya nos había bendecido en la Misa. Allí nos despedimos y el secretario privado nos entregó de regalo un libro sobre la Primera Jornada Mundial de la Juventud.
Cuando salíamos hacia la plaza de San Pedro sentíamos una gran emoción, teníamos la seguridad de que habíamos estado con un gran santo, con una persona que vivía en permanente contacto con el Señor. Con un gran ejecutivo, que a pesar de sus innumerables ocupaciones es capaz de mantener contacto con gente común. Es el padre de más de 1.300 millones de católicos, a quienes guía y se da tiempo para catequizar en forma personal. En la plaza de San Pedro pensábamos con los ojos llenos de lágrimas en la universalidad de la Iglesia, en los cinco continentes, todos unidos, negros, blancos, amarillos, en ese Amor a Cristo y su Vicario en la tierra, que a pesar de que el demonio no deja de atacar y de la fragilidad humana de sus miembros, se mantiene incólume a través de los siglos.
Pensábamos en esa enorme catequesis que había realizado en sus ocho años de pontificado, con grandes encíclicas, reforma del código de derecho canónico, el catecismo nuevo de la Iglesia. Ni sospechábamos que sería uno de los mentores de la caída del tristemente célebre Muro de Berlín. Santo súbito, aclamado y pedido por ciento de miles de fieles en la plaza de San Pedro al fallecer. No se recuerda en la Iglesia la multitud que lo despidió en su tránsito.